miércoles, 3 de septiembre de 2014

Algunas alternativas a la reforma de la Ley de Educación

Educar es compartir el conocimiento, alimentar un fuego, erigir los pilares necesarios para edificar una alternativa real y vivible. Al fin y al cabo, como alguien dijo, “quien no enseña lo que sabe, crea pestilencia”. Educar es, pues, construir ciudadanía y capacidad de intervención democrática.

Sin embargo, todos estos significados de la actividad educativa se encuentran en nuestro mundo en claro retroceso. Las grandes líneas de fractura que han llevado al sistema capitalista a su mayor crisis en más de cien años se reproducen y profundizan en el ámbito pedagógico y de la organización escolar.

Financiarización acelerada, con intervención cada vez más acusada de las entidades aseguradoras y los Fondos de Inversión en una actividad que se va volviendo de pago, y a la que muchos y muchas sólo pueden acceder mediante el oportuno préstamo de las entidades financieras. Recordemos que, en el Reino Unido, dos tercios de los estudiantes universitarios han necesitado endeudarse para pagar sus matrículas. El vertiginoso inicio de una nueva burbuja global.

Descentralización productiva, con la eliminación inmisericorde de puestos de trabajo docente y con la precarización de las condiciones laborales de los que quedan. En el Estado Español, en los últimos años, la sangría de trabajadores interinos ha sido conscientemente buscada por unos responsables políticos que sólo quieren rebajar los gastos sin disminuir sus propios emolumentos y los de sus asociados.

Acumulación por desposesión, en la forma de privatizaciones, externalización de servicios, conciertos, abatimiento del prestigio de los profesionales públicos.

No es ajena, por supuesto, a todos estos procesos cada vez más perentorios, la dicción del articulado de la Ley Orgánica de Medidas para la Calidad Educativa (LOMCE), presentada por el ministro Wert. En ella podemos encontrar la profundización de una línea basada en la mercantilización de la actividad educativa y en la transformación de los centros escolares en nuevas fuentes de clientelismo político.

Así, la realización de pruebas de reválida, cuyos resultados podrán ser hechos públicos, junto a la nueva filosofía de que “el dinero siga al alumno” en el marco de un área única educativa, permitirá la segregación clasista del alumnado, profundizada aún más por la elección temprana entre itinerarios profesionales o académicos, firmemente diferenciados.

Además, el reforzamiento de la figura del Director del centro escolar, ya nombrado casi directamente por la Administración, como responsable de Recursos Humanos con potestad para establecer requisitos específicos para los puestos ofertados de personal funcionario, o para rechazar interinos enviados por las listas centralizadas, permitirá generar un espacio educativo edificado sobre las bases del clientelismo y el turnismo más decimonónicos. Precisamente lo que la misma configuración de la función pública como una carrera estable y como un ámbito sometido a criterios legales objetivos pretendía impedir.

Y, junto a ello, la configuración de toda una novedosa “zona gris” de huida del Derecho del Trabajo, constituida por los alumnos de la Formación Profesional y de la Universidad, que serán utilizados como mano de obra barata y servicial en una barahúnda de “prácticas formativas” (y, por tanto, ajenas a los derechos contemplados por la legislación laboral, también aquí en retroceso) que impedirá una política nacional de cambio de modelo productivo, y que garantizará la continuidad de una estructura económica basada en el trabajo precario y ultraflexible.

Nada de todo esto contribuirá, por supuesto, a la elevación de los indicadores de calidad educativa ni a la mejora del proceso redistributivo y de desarrollo de las capacidades humanas que la enseñanza, en sí misma, representa. La brecha clasista abierta entre los jóvenes se profundizará aún más (hoy en día, por cada 2,7 hijos de profesionales y gerentes que estudian el Bachillerato, sólo hay un hijo de trabajadores sin cualificación en las mismas aulas), y las condiciones de trabajo y de ejercicio de su actividad se degradarán para los docentes y el resto de la comunidad educativa.

Porque, ¿qué es lo que genera, realmente, calidad en la actividad educativa? ¿Qué mejora el desempeño en las aulas, el proceso de enseñanza, el “encantamiento” con el saber en que consiste el acto de aprender?

Reiterados informes internacionales afirman que esto sólo lo determina la calidad, precisamente, del personal que trabaja en los centros educativos.

Y así se impone poner en marcha una alternativa que implique una transformación en la dirección contraria a la impuesta por la legislación neoliberal y mercantilizadora actual. Una alternativa con ejes fundantes como los siguientes:

-La formación intensiva de los docentes en las más avanzadas filosofías (y no sólo tecnologías) educativas que, desde una perspectiva transformadora, plantean novedosas formas de hacer frente a la praxis pedagógica. Estamos hablando de Paulo Freire, de Montessori, de Hugo Assmann, de Rafael Porlán (por no irnos muy lejos), de la pedagogía libertaria y del más avanzado estudio de lo que apuesta por ser una práctica basada en el aprendizaje colaborativo, significativo y concientizador.

El esfuerzo formativo implica, por supuesto, la apertura a la experimentación. Implica no hacer un dogma de la estructuración de los horarios y los espacios, así como de la pseudo-evaluación actual (burocrática y puramente formalista, las más de las veces). Implica abrir las cancelas y las ventanas de los centros educativos para que entre el aire fresco, para que docentes y discentes se re-encanten con su propia práctica.

-Además, se debe favorecer de forma clara y decidida la investigación por parte de los docentes. Forma parte de las funciones legales de profesores y maestros, pero es algo que ha sido abandonado y dejado en exclusividad para una Universidad en franco desmantelamiento.

Favorecer, con recursos, reconocimientos y espacio temporal, la actividad investigadora de los docentes en sus ámbitos de conocimiento y en la propia esfera pedagógica, ha de permitir movilizar las energías y capacidades de las gentes que pueblan las aulas. Eso implica, por supuesto, establecer el oportuno horario para ello y no sobrecargar con actividades lectivas y burocráticas a los trabajadores. Implica tomarse en serio el desarrollo profesional, y aún humanístico, de los empleados públicos que tenemos contratados.

-Por supuesto, para que esto último pueda llevarse a efecto, es absolutamente imprescindible garantizar la estabilidad del personal docente.

Enseñar no es poner ladrillos, no se le parece. Una estructura productiva (la de las últimas décadas) centrada en el trabajo ultraflexible y descualificado, ha hecho a nuestros responsables políticos y económicos incapaces de valorar la importancia del conocimiento y del saber, así como sus condiciones de posibilidad. La actividad educativa precisa de formación previa y continua, tanto en lo teórico como en lo práctico. Precisa poder reflexionar sobre lo que se ha hecho el curso pasado, y sobre lo que ha sucedido ayer en el aula.

Cada día, cada clase, cada alumno, es único e irrepetible, en una actividad profundamente dinámica y en evolución constante. Impedir la estabilidad es impedir la calidad. Así de simple.

-Además, hay que garantizar los recursos necesarios. Se impone dejar a la Educación fuera del vértigo de los recortes, de la espiral de la deuda.

El aprendizaje es una actividad que ocurre en un contexto y con unos recursos, que implica poner en juego el futuro mismo de la sociedad que la lleva a cabo. Todo ello hace cada vez más imprescindible ligar y alinear al sindicalismo y el activismo educativos con las reivindicaciones por la Auditoría de la deuda y por la transformación política, social y económica, que permita hacer frente a las responsabilidades que todos tenemos con las generaciones siguientes.

- Y el modelo para tal transformación, en el mundo educativo, ha de ser profunda y ampliamente democrático. Lo que impone la autogestión de los centros (que han de seguir siendo de titularidad pública, por supuesto) por parte de la Comunidad Educativa hasta donde sea posible.

Hay que establecer cauces y vías de participación ciudadana, de corresponsabilidad de docentes, padres y madres, discentes y la comunidad en general; hay que hacer de lo educativo un tema de debate y reflexión. Repolitizarlo, pero no en el sentido actual de ser un juguete de la casta política, sino en la dirección de ser una asunto a tratar, seriamente, en la polis, entre los ciudadanos, entre los afectados, entre las clases populares.

Sólo así se podrá construir un ámbito educativo blindado a la dictadura mercatilizadora de la oligarquía financiera transnacional y sus servidores domésticos. Sólo así se podrá levantar una auténtica democracia cognitiva que fundamente un orden social cada vez más justo.

Decía Voltaire, en su momento que "en cada pueblo de Francia hay una antorcha –el maestro- y un apagafuegos –el sacerdote-". Ahora el papel de bomberos lo han asumido muchos más personajes (planificadores, financieros, doctorados de las Escuelas de Negocios, tertulianos). Pero son bomberos pirómanos. Realmente están creando el caos. Sólo nos queda recuperar, de una vez por todas, la ardiente racionalidad de una democracia digna de tal nombre.


No quiero ser Zizek

Por José Luis Carretero Miramar (publicado en el blog "Economía para todos" del periódico Diagonal..

                En una entrevista reciente, el señor Slavoj Zizek se ríe de sus alumnos de la Universidad de Nueva York. Afirma que son “idiotas y aburridos”, que “le daría igual que se suicidasen”, que no entiende que “le cuenten sus problemas personales”,  y muchas otras cosas semejantes. No es la primera ocasión en que uno de los mayores héroes actuales de la postmodernidad  izquierdista hace declaraciones polémicas y feroces, no hace mucho ya corría por las redes, con ansia viral, un vídeo en el que se reía de zapatistas y communards y afirmaba que la democracia directa es imposible y que lo que él desea es un gobierno de Tsipras reelegido ininterrumpidamente con “porcentajes búlgaros”  (el propio Tsipras, en el mismo video, se carcajeaba complacido ante todas y cada una de las fanfarronadas de Zizek).
                La ventaja que tenemos los profesores de secundaria de la Comunidad de Madrid es que no tenemos que endeudarnos con una entidad financiera para pagar una matrícula, ni que irnos a Nueva York, para oír perlas de sabiduría de semejante  magnitud. En realidad, lo que el sr. Zizek  dice (y hasta el mismo tono en que lo dice y la misma pretensión de sentirse un “divino provocador” al decirlo) no es más que lo que cualquiera puede escuchar en casi cualquier Sala de Profesores de cualquier instituto público de nuestra región, cuando los docentes, en su mayoría votantes de la derecha y cansados de su profesión, abren la boca para soltar exabruptos contra sus alumnos.
                El “resentimiento de la Sala de profesores” (ese “que malos son mis alumnos” y “como los odio”) puede ser un motivo como otro cualquiera para iniciar una conversación, una válvula de escape para tensiones cotidianas, o una mezquina venganza psicológica frente a gentes que tienen, en mi caso por lo menos, entorno a los 18 años y, previsiblemente (aunque ya sabemos cómo es en realidad nuestra sociedad al respecto), más actividad sexual que yo (o que Zizek). La mayoría de las veces no es más que una forma de expresar el cansancio por el día de trabajo que no pretende convertirse en canónica. Lo que hace realmente digno de mención el episodio de Zizek es que el mismo diga esas cosas, conscientemente, en público, y que su coro de palmeros transnacional lo aplauda, exactamente como aplaudió sus lugares comunes sobre zapatistas y asamblearios. Lo que marca la diferencia (por la que no estoy dispuesto a pagar un billete a la Gran Manzana, todo hay que decirlo) es que estamos ante el que parece que pretende convertirse en el  Hermann Terscht de la izquierda, a fuerza de decir exactamente las mismas cosas que el otro Hermann Terscht (nuevamente, lo cierto es que en la Comunidad de Madrid tenemos ventajas en muchos aspectos).
                Lo principal, permítaseme mencionarlo, pese a que no soy más que un pobre “profe” de instituto, es que el señor Zizek, con sus declaraciones sobre sus alumnos,  ha firmado una directa renuncia a su condición de intelectual. Ni más, ni menos. ¿Por qué digo esto? Porque recogiendo la definición sartriana al respecto, entiendo que un intelectual no es más que un científico o un técnico que, dándose cuenta de las contradicciones que implica su posición en el seno de su sociedad (el sistema te enseña y te pone en una posición social concreta para utilizarte, pero lo que te enseña tiene unas exigencias propias y puede ser utilizado para liberar), reflexiona sobre ello, trabaja sobre ello, lo pone en cuestión, sean cuales sean sus conclusiones, que siempre son tentativas. Zizek renuncia a embarcarse en dicha dinámica cuando renuncia a implicarse, a comprometerse, con la realidad en la que está, con su condición de profesor. Si sus alumnos le cuentan sus problemas personales, el profesor esloveno debería preguntarse por qué, interpelar a sus alumnos al respecto y, también, explicarnos que piensa sobre ello, más allá de reiterar las perlas inanes de quien pretende “epatar a los niños”.
                Epatar a los niños, porque “epatar a los burgueses”, que es lo que parece querer hacer gran parte de la progresía postmoderna (ese “pensamiento de la derrota”, que diría Nestor Kohan)  se ha vuelto cada vez difícil. Total, en “Sálvame” hablan con absoluta normalidad del incesto o del sexo oral homosexual , así que epatar sale cada vez más caro. Ya sólo se puede epatar a los niños, a algunos  supernumerarios del Opus (que no a todos) y a los activistas políticos universitarios y pseudo-radicales, que en muchos aspectos son como niños.
                Reflexionar sobre la propia condición de profesor, implica operar un diálogo fructífero con los alumnos. Un diálogo que no es adulación, pero tampoco pura pose televisiva. La acción pedagógica  es una actividad con una alta carga emotiva y cognoscitiva, una actividad que necesita de intelectuales , es decir, de gentes que reflexionen sobre su propia acción y su propia posición social. Con el neoliberalismo, Zizek apuesta por el “profesor-showman”, la “estrellita refulgente” que marca las distancias y hace expreso el desprecio a los alumnos que, en las aulas, se amalgama a menudo con el clasismo más estrecho (lo cierto es que los chavales no responden a nuestro “habitus” de “clase media” universitaria: se mueven de otra manera, hablan de otra forma, tienen otros intereses). Escuchar a los alumnos, aunque a veces te carguen o estés cansado, sirve para saber qué está pasando, y para aprender y problematizar tu profesión. Si lo sabré yo, que estoy escribiendo esto ante la interpelación  de una alumna de Formación Profesional indignada, no por Zizek, sino por la posibilidad de que los demás “profesores izquierdistas” pensemos lo mismo de ella y sus compañeros.
                Lo cierto es que a mi mis alumnos no me parecen “idiotas y aburridos”. Bueno, no todos, no todo el tiempo, de todo hay. A mi mis alumnos a veces me interpelan, a veces me indignan, me entristecen, me hacen reír, temblar, emocionarme, gritar y enfadarme, prepararme la lección, sentir ternura, nervios o expectación pero, sobre todo, preguntarme qué diablos hago allí plantado explicándoles el despido o las cooperativas. Me hacen reflexionar, plantearme los usos sociales de mi profesión y el sentido de mi propia práctica cotidiana, complejizar y problematizar mi pensamiento, mi forma de ver el mundo y actuar en él.  Por eso no quiero ser Zizek, escondido en un Departamento, huyendo de los alumnos y odiando las tutorías, obligado a epatar cada vez más a los inepatables.
                Por cierto, me voy a clase. Ahí les dejo pensándoselo, agradézcanselo a mi alumna.